Pensando en ti

Otra noche separados.

Sí, sé que hemos hablado por teléfono, como todos los días… pero no es suficiente.

Tu llamada de hoy me ha pillado medio dormida y al descolgar te escucho al otro lado. Me gusta tu voz, tu forma de hablar casi susurrando, tan suave que, a veces, tengo la sensación de que estás conmigo y que me susurras al oido. Hablamos un rato hasta que llega el momento de irte, cuando yo te pido que no te vayas y te digo que me gustaría que estuvieses aquí, conmigo en mi cama y tú, como siempre, respondes que «ojalá».

Al final, inevitablemente, te vas, no sin antes decirme que me quieres y que me deseas… aunque yo quedo en mi cama, sola y casi desnuda, pensando en ti.

Yo también te deseo y desespero hasta que vuelva el momento de amarnos. Pero ahora no estás, ahora estoy sola en mi cama, pensando en ti. Pienso en tus manos, en tu boca, en tus labios, tus brazos… tan perdida estoy en mis pensamientos que no me he dado cuenta de que he empezado yo misma a acariciar mis pechos desnudos, descubriendo que me gusta y, al imaginar que son tus manos las que me recorren mi piel, ésta se eriza y mis pezones se ponen duros. Los pellizco suavemente y me estremezco al sentirlo. Mi respiración se hace más profunda.

Me llevo la mano a la boca, chupo mis dedos y vuelvo a acariciar mis pezones con los dedos ligeramente mojados… y me gusta. Sigo bajando la mano por mi abdomen hasta llegar a mi sexo, que ya está caliente y empieza a ponerse húmedo. Me acaricio por encima del tanga, presionando despacio y notando cómo mi excitación va creciendo. Deslizo mis dedos por debajo del tanga y, en círculos, acaricio mi clítoris, que está hinchado. Mientras, con la otra mano sigo acariciando mis pechos que siguen duros.

Me desprendo del tanga, vuelvo a chupar mis dedos y abro ligeramente las piernas para volver a acariciar mi sexo desnudo, que ahora está completamente mojado. Mis dedos resbalan dentro de él. Despacio introduzco un dedo en mi vagina para volver al clítoris y acariciarlo.

Mi excitación crece y necesito que la estimulación sea cada vez más rápida. Pienso que son tus manos las que hacen todo eso en mi sexo, las que me acarician, que son tus dedos los que penetran mi vagina. Con estos pensamientos me sigo acariciando los pechos, pellizcando mis pezones y estimulando mi clítoris, más rápido, hasta que empiezo a gemir y a pronunciar tu nombre mientras llego al orgasmo. Mi cuerpo da pequeñas convulsiones y mi respiración se acompasa, ayudándome a llegar al clímax total.

Después me revuelvo en mi cama buscándote, pero ya no estás y así me quedo unos minutos, relajada y pensándote. Suspiro, respiro hondo, sonrío, me levanto de la cama y me doy una ducha… ¡contigo, por supuesto!

Escrito por «A».

Cuentos Viberóticos

El cuento de «Una noche de invierno castellana» llevaba rondándome la cabeza mucho tiempo. Además, me apetecía probar cómo sería eso de escribir un cuento erótico y, como suelo hacer, me lancé a ello y ahí teneis el resultado. A mí me gusta, aunque como lo he hecho yo… es normal que lo encuentre genial, jajajajaja.

El caso es que he recibido un relato del mismo corte en el e-mail. Parace que alguien anónimo, a quien llamaremos «A», se ha animado a seguir la misma linea y mi cabecita pensante a barruntado que no es mala ídea que todo aquel que lo desee haga lo mismo y yo publicaré los relatos.

Aunque el tema es algo delicado, pues se trata de relatos eróticos, no pornográficos, es decir, procurad no ser excesivamente explícitos. De todas formas, antes de publicar lo que pudiese llegar, pasará por el filtro de mi depurado y elegante buen gusto. Vamos, que si el relato no me gusta, no lo publico, para eso es mi blog.

Para localizar estos cuentos, usad la etiqueta de «Viberotismo».

Y… allá va la segunda entrega de los cuentos Viberóticos.

Noche de invierno castellano

Había caído el sol cuando el ejército terminó de montar las tiendas para pasar la noche invernal en medio de la meseta castellana. Si durante el día el viento había sido cortante, con la luna llena en lo alto del cielo estrellado era aún más frío y de poco parecían servir las pellizas y los coletos de cuero frente al gélido viento norteño.

Se establecieron los turnos de guardia y se fijaron los puestos de vigilancia, aunque no había enemigos cercanos ni podía esperarse agresión alguna, pero las normas son las normas y en el ejército son sagradas.

Para don Álvaro de Guzmán no eran las primeras maniobras con el ejército, ni la primera escolta que realizaba por orden de la corona. Sin embargo, estaban resultando muy diferentes a todas las anteriores y todo por la presencia de aquella chiquilla que formaba parte del pequeño grupo de comerciantes y aldeanos que se les había unido en Aranda de Duero buscando la seguridad de los hombres armados frente a posibles bandidos y salteadores de caminos.

Hacía ya dos días que habían partido y don Álvaro había sido destinado a cubrir uno de los flancos junto a varios de los infantes y alabarderos. Durante estos dos días había podido observar, siempre disimuladamente, los movimientos de la muchacha, sus gestos al hablar, el vaivén de sus caderas al andar y, sobre todo, el ámbar meloso de su mirada.

Hacía pocas horas, en uno de los altos en el camino, ella misma se le había acercado y había entablado con él una conversación intrascendente, de la que no recordaba nada más que la profundidad de esos ojos, la calidez de la mirada y un nombre que se le había clavado en la mente, Amanda, la que es digna o merecedora de amor, la que nace para ser amada, Amanda. No podía haber un nombre mejor puesto para esos ojos, esa sonrisa franca, esas manos suaves y esos movimientos llenos de armonía.

Don Álvaro, como noble y capitán, gozaba del privilegio de pernoctar en tienda propia y frente a ella, junto a una hoguera estaba pensando en los dos días que llevaba observando a Amanda y cómo ésta se le había incrustado en el alma, cuando una voz suave y cascabelada le sacó de sus pensamientos.

          Buenas noches nos dé Dios, caballero.

Y sin más, se sentó a su lado frotándose las manos cerca del fuego para calentarlas. Don Álvaro se percató de que se había quedado sin habla, no había respondido a la joven, pero a ésta parecía no importarle. Tenía la sensación de que ella podía leer en su mente con toda claridad, como si no hiciesen falta las palabras entre ellos, sino que bastase con una mirada, un gesto, media sonrisa y todo hubiese quedado dicho entre los dos.

Incluso muchos años después, don Álvaro era incapaz de recordar cómo se habían sucedido los acontecimientos, lo que sí tenía claro es el calor que invadió su corazón, el brillo de las llamas en esos ojos marrones, que a veces se tornaban verdosos como el mar picada de levante en su Cádiz natal. Los labios firmes que denotaban firmeza y determinación en el carácter pero que atraían la mirada del soldado y recordaban un trigal primaveral cuajado de amapolas. Y la nariz chata, salteada de pequeñas pecas que se extendían hacia los pómulos difuminándose, que le daban un aspecto aniñado y dulce. Y el pecho, que bajo el chal, se intuía firme, turgente, desafiante e hipnotizante, subiendo y bajando con cada respiración. Todo ello, terminó con don Álvaro en el interior de la tienda, bajo la tenue luz de una antorcha, donde su memoria capturó los instantes más eternos de su vida.

Amanda se le acercó despacio y, alzándose sobre las puntas de los pies, depositó en sus labios un beso suave, como una caricia, al que fue aumentando la presión y, entreabriendo los labios, se convirtió en pura pasión. Álvaro pasó sus manos por detrás de la cabeza de ella hasta alcanzar la nuca y enredó sus dedos entre los negros y sedoso cabellos y correspondió al apasionado beso introduciendo su lengua a través de los dientes de ella, encontrándose ambas para comenzar una batalla de encuentros y desencuentros.

Amanda se retiró unos centímetros, atrapando durante unos instantes el labio inferior de Álvaro entre los suyos, y lo soltó dejando escapar una suave risa. El caballero sintió la necesidad de lanzarse sobre ella, pero la muchacha lo detuvo suavemente, pero con firmeza, colocando sus manos sobre el pecho de Álvaro y desatando los cordones de la camisa para juguetear con el vello, mientras lo ayudaba a deshacerse de las ropas. Álvaro comprendió la conveniencia de evitar las prisas y tomarse el tiempo necesario, pues algo en su interior le advertía que su vida cambiaría desde esa noche.

Álvaro sujetó entre sus manos la cara de Amanda, apartó con la mano izquierda los cabellos y acercó su boca al cuelo, llenándolo de besos cortos y seguidos y bajando hasta el hombro. Mientras, fue deslizando las manos por la espalda, para volver a subirlas acariciando los costados y alcanzar los senos, para acariciarlos suavemente, rodeándolos y adivinar al tacto su forma. Descubrió que eran firmes y bien redondeados y los fue torneando despacio, recorriendo cada espacio, sintiendo cómo la piel se erizaba al contacto con sus manos, alcanzado unos pezones  duros, enhiestos, ante los que no pudo reprimir un pequeño pellizco.

Fue bajando con los besos, haciéndolos cada vez más largos, hasta llegar al pezón derecho, el cual succionó débilmente, mientras con la mano derecha jugueteaba con el izquierdo. Un leve gemido escapó de los labios de Amanda. Álvaro paseó la lengua por toda la aureola y continuó buscando el seno izquierdo, mientras bajaba la mano derecha por la barriga, consiguiendo que, al llegar al final del pubis, Amanda se pusiera en tensión. Deslizó la mano hacia la cadera, percibiendo unos muslos bien torneados, y volvió hacia la parte delantera, notando que la tensión se relajaba y Amanda separaba las piernas, abriéndole el paso hacia la húmeda entrepierna, en la que recorrió con los dedos cada pliegue, presionando la pequeña prominencia.

Álvaro comenzó a bajar la boca por la barriga, entreteniéndose unos instantes en lamer el ombligo y continuó bajando. Allí, junto a la cadera, descubrió un pequeño sol de rayos triangulares, un tatuaje poco corriente y no pudo reprimir besarlo repetidamente, como queriendo fundirse con él y formar parte de la piel de Amanda para siempre.

Amanda se estremeció y se abrazó a él, rodeando su cintura con las piernas, ofreciéndose totalmente. En la primera penetración, Álvaro notó cierta resistencia, que venció con algo de presión. Amanda hizo un pequeño gesto, y Álvaro supo enseguida que era el primero para ella y se detuvo unos instantes para evitar hacerle daño, pero ella lo agarró de las nalgas y tiró de él deseando sentirlo dentro, por completo, relajando el gesto y soltando un sonoro gemido de placer.

Álvaro comenzó a moverse despacio, acompasando su respiración a la de ella, que soltaba pequeños suspiros a cada acometida, pronto sintió como ella alzaba las caderas requiriendo penetraciones más rápidas y profundas, el ritmo de sus respiraciones aumentó y Álvaro se abandonó, dejándose llevar por el puro instinto.

Ella dejó escapar un pequeño grito al alcanzar el clímax y, enseguida, él arqueó la espalda queriendo llenarla con el humor de su sexo, que expulsó con fuerza dentro de ella al tiempo que exclamaba “Amanda”. Quedaron ambos exhaustos, envueltos el uno en el otro en un interminable abrazo y, mirando los ojos de ella, Álvaro descubrió un brillo especial en el fondo de las amparadas pupilas y supo que, desde ese instante, ella sería su dueña para siempre.

Estas vivencias volvían a menudo a la mente de don Álvaro, especialmente en días como aquél, en los que la nieve cubría los campos. Tan absorto estaba en sus recuerdos que no percibió los pasos que se acercaban a su espalda, ni la presencia de la mujer que, abrazándolo por detrás acercó su cara a su ya canosa barba y murmuró junto a su oído.

          ¿Recuerdas? ¿recuerdas esa primera noche en el invierno castellano?

          ¿Cómo voy a olvidarla? – contestó aspirando el aroma a espliego- esa noche comenzó mi auténtica vida.

Y girándose, volvió a perderse, como tantas veces en los últimos veinte años, en el mar de ámbar de los ojos de Amanda para, suavemente, depositar un beso en sus labios.

Escrito por Víbora.